por Juan Pablo Menchón
Este año, la Argentina tendrá el primer debate presidencial obligatorio de su historia. En el contexto de una campaña que sin haber comenzado oficialmente ya parece interminable, este evento probablemente represente una de las pocas oportunidades para que los candidatos logren seducir a la inmensa mayoría de votantes indecisos.
De la misma manera, también puede ser el escenario perfecto para un nuevo cajón de Herminio que termine por hundir los sueños presidenciales de aquellos que, hasta ahora, han logrado beneficiarse desde la comodidad del silencio.
La incertidumbre que rodea este evento se debe principalmente a que los argentinos aún no hemos desarrollado una cultura de debate. El ADN de las campañas electorales nacionales nunca había tenido que adaptarse a escenarios en los que fuerzas opositoras tuvieran la obligación de intercambiar ideas desde un plano de igualdad y sana discordia, mucho menos en un ámbito público y neutral.
La evidencia puede encontrarse en la primera prueba piloto realizada en 2015, en la que los organizadores tuvieron que aceptar una batería de condiciones para que los candidatos con mayor intención de voto dieran el presente y, en su mayoría, se limitaran a leer párrafos prefabricados, sin repreguntas que obligaran a revelar algún tipo de propuesta concreta.
En aquel momento, nadie anticipó el interés que un debate político podría despertar en los argentinos hasta después que los números se dieran a conocer. En la primera emisión, Argentina Debate fue el cuarto programa más visto del día y en el ballotage midió casi lo mismo que la final del mundial de Brasil.
Este año será diferente. La institucionalización del debate presidencial como elemento obligatorio de la campaña pesará fuerte en la estrategia de los candidatos. La oratoria volverá a jugar un papel importante en una arena en la que solamente aquellos que pequen de naif llegarán sin estar preparados para recibir golpes bajos y acusaciones de todo tipo.
También es cierto que, debido a la novedad de este formato, muchos se preguntan si todos los candidatos acatarán el llamado. Sin ir más lejos, no sería extraño que aquellos que ven sus números subir sin decir una palabra se nieguen a aparecer públicamente en un espacio en el que otros candidatos tuvieran la oportunidad de increparlos u obligarlos a justificar la coherencia de sus presentes frente a las acciones de sus pasados.
El no otorgamiento de espacios de publicidad que pesará sobre aquellos que decidan no presentarse puede parecer un precio aceptable a pagar para no arriesgarse a pasar un momento incomodo o someterse a riesgos impredecibles.
Sin embargo, aquellos que estén pensando tomar ese camino harían bien en recordar el caso de Daniel Scioli, que encontrándose cómodamente por encima de sus opositores en los primeros meses de 2015, pasó a la historia como el único ausente en el primer debate, debiendo asistir al segundo encuentro por temor a perder el ballotage en lo que solo puede describirse como una irónica vuelta del destino.
En este contexto, hay que reconocer la arriesgada apuesta que hizo Mauricio Macri al aceptar la obligatoriedad del debate público, siendo el primer presidente no peronista en más de diecisiete años y sabiendo que lo esperaba un futuro incierto, así como una oposición que, sin dudas, podía capitalizar aquel foro que ellos nunca hubiesen permitido en sus años de mandato.
Por ahora, nadie está pensando en todo esto. Los temas propios de la coyuntura y la interminable novela de las internas sin definir proponen un horizonte bastante más cercano y un poco más urgente. Sin embargo, los estrategas harían bien en recordar que, en la historia moderna, más de una campaña exitosa encontró su fin bajo las luces de los podios televisados.
(*): Politólogo (UCES). Integrante de la Fundación para la Investigación y Debate de la Argentina Contemporánea (FIDAC).